Tu milagro.

Apenas la viste parada en la puerta de tu casa,

como un milagro, una promesa de la vida,

plantaste tus labios húmedos en su boca

pequeña y agonizante de besos.

Se palpaba el ansia en sus ojos,

la alimentaste, le diste de beber, la miraste,

te hundiste en su mirada tierna y desconcertada.

La miraste, una y otra vez, no te cansaste de hacerlo

era etérea, irreal.

Y ahí estaba, más cerca de tu corazón que de tu cuerpo

porque así la soñaste.

Le suspiraste en su oído, reteniéndola entre tus brazos

rogando en silencio que nunca se fuera,

al cielo, a Dios, a quien pudiera escucharte.

Entregada, plena, bella, mansa, silenciosa,

su piel tibia, se derretía en tu pecho.

Le recitaste ese poema de amor, que a ella tanto le gustaba.

Y se hundió en tu boca, en la mitad de tu relato.

Fascinada de cuerpo y alma

pegó, su piel a la tuya, sin saberlo le dejaste

el mejor presente a besos

manteniéndola viva

soplando sus fantasmas.

Sin saberlo, se bebieron

se alimentaron mutuamente, libres y desenfadados

fuiste dueño de la calidez de su inocencia,

y ella única dueña de tu experiencia.

Festejaste, y agradeciste hasta dormirte abrazado a tu milagro.

Cuando un rayo de luz lastimó tus ojos,

te despertaste solo, rodeado del dibujo de su pequeña figura en tu cama.

Ella ya no estaba.

Te dejó una lágrima rodando en tu mejilla

un poema a medio recitar,

y la huella de su perfume

como única señal de que tu milagro, existió.